Fuerzas
Por Christian Ponce Arancibia
Un mall llamado Dione de
268.000 metros cuadrados, con cuatro edificios enormes más uno de 300 metros de
altura con 62 pisos, fue inaugurado “con bombos y platillos”.
Construido
en las rocas y en las arenas de la costa, muy cerca del mar, en la conferencia
de prensa, el dueño, el arquitecto y los ingenieros aseguraron que las
construcciones tenían las bases sentadas, firmes y profundas en todo el
terreno. Secaron el humedal colindante
con el propósito de instalar bodegas y un área de desperdicios y
reciclaje. Le quitaron espacio al mar
unos metros hacia dentro, pusieron diques gruesos. Desde los resistentes ventanales de arriba, se
apreciaba una hermosa vista. Los había
también abajo para proteger a las personas y sus vehículos de las marejadas.
—¡Destructor!, ¡sin vergüenza! —interrumpió uno
de los integrantes del D. U. H. C. (Defensores Unidos por el Humedal y la Costa)—.
¡La naturaleza todo lo recobra!
A él y a su grupo, los policías los
empujaron a golpes hasta afuera.
—¡Él ni nadie se opondrá al progreso! —Don
Mario, el dueño, prohibió que ingresara el causante de la trifulca.
Gaspar y Débora, que vivían juntos,
cerca de ahí, recibieron la noticia por televisión; él, desde su asiento, apagó
el aparato sin importarle la protesta y se sobó las manos.
El padre de Gaspar les detuvo el ímpetu
por salir:
—¿No creen que irá mucha gente?
—Entonces, iremos este fin de semana – dijo
Gaspar.
—Pasará lo mismo.
Aquel sábado en la mañana, fueron a ver
la novedad que le ofrecían, incluso el matrimonio con la madre de Débora. Hubo horas en que permitieron sin problemas,
el flujo expedito de visitantes.
Dos del D. U. H. C, Bel y Lucio, se
hicieron pasar por hombres de mantenimiento e instalaron explosivos.
—¿Crees que ayude?
—Sí; es para darles un susto. Ya no te puedes echar para atrás, en esto
estamos.
Afuera, Max, quien había comenzado la
protesta frente a Don Mario, titubeó en entrar, pero le urgía hacerlo.
“Lo único bueno es que el baño es gratis”, pensó.
Bel y Lucio entraron a un cuarto muy
cercano al área central. Bel sacó un
objeto reluciente.
—Usaré mi llave maestra.
—¡Increíble que eso abra todo! ¿Cómo lo haces?
—Tenemos que apagar las alarmas y cámaras, y
así hacer las cosas sin que nos descubran.
Como no podemos ir más adentro del centro, o de la principal, al menos
desde aquí inhabilitaremos la energía por un par de horas. —Giró
la llave, presionó unos interruptores y la luz se apagó, luego cortó el agua—. Cuando demos el gas, ayudará desde fuera a que
se expanda el fuego del estallido.
En el mall se detuvieron a mirar hacia arriba,
extrañados del silencio tan repentino que los cubría. Nada evitaba la calma prolongada ni despejar
la ignorancia de cuándo terminaría.
Mientras tanto, unos kilómetros al
fondo del mar, se produjo un movimiento que hizo que cayeran piedras al abismo,
y en una zona levantó un montículo de lava submarina.
El viento sopló con fuerza la costa; su
silbido erizó los cabellos de quienes estaban en el exterior. El cielo se nubló de gris.
Bel se apartó a otro sitio para ver si
alguien venía. Sacó su comunicador y
habló con otro interlocutor:
—¡Aló! Habrá fuegos artificiales si me dejan
dos horas para hacerlo.
—Que sea luego, porque tenemos visitas del
grupo comercial importante. ¡Ya, ahora! Terminemos con todo, incluso con D. U.
H. C.
—Pero todavía no entiendo: ¿Destruir el mall y
el edificio corporativo para perderlo todo?
—Ya te dije: hay mucho dinero en juego y ganaremos
más, incluso para caridad. Es solo un
sector pequeño que debe volar.
—Pero, ¡Don Mario...!
En el mismo instante, su compañero lo
descubrió:
—¿Por qué hablas con Don Mario?
Bel trató de negarlo, pero como no lo
convenció, lo tomó con fuerza; sin embargo, este se zafó y huyó. Continuó solo con la instalación.
En el intertanto, ingresaron más
personas al gran centro comercial, porque arreciaba la tormenta; pese al pronóstico
del mal tiempo, había provocado inquietud.
En el último piso del edificio más
alto, las miradas sorprendidas de Débora, la señora Adelaida y Gaspar se
dirigieron a una tromba marina que a 80 kilómetros por hora golpeaba a botes y
otras embarcaciones. Traspasó el dique
y, un minuto después, desapareció. Impelidos por el miedo, bajaron apresurados.
Al mismo tiempo, en la salida del baño,
Lucio encontró a Max y le contó acerca del cómplice de Don Mario.
—¡Y tú hiciste lo mismo! —lo reprendió, Max—. El acuerdo nunca se
refirió a eso; en otro momento sería algo fuerte. Ninguno actuaría por su cuenta. ¡Increíble que estuviera alguien de Don Mario
con nosotros!
Lucio calló.
Casi no se veían los pies en los peldaños,
mientras Gaspar, su señora y quienes los siguieron, iban descendiendo
acompañados por un concierto de relámpagos, truenos y rayos. Vieron, a través de los ventanales, un fenómeno
inusual: cuatro vórtices se colgaron de unos cumulonimbus para formar un gran
embudo de un tornado.
La gigantesca espiral con la velocidad
de cuatrocientos kilómetros por hora, arrasaba con todo a su paso. Arrastró a dos automóviles y los estrelló
contra los vidrios de los pisos superiores, resistieron; pero luego hizo que objetos
metálicos los quebraran. Otro par de
vehículos empujados la fuerza del torbellino, hicieron trizas los de abajo. Aunque una buena cantidad de ventanales quedó
intacta, muchos fueron pulverizados. Al desvanecerse, dejó la angustia
palpitante en los testigos.
La electricidad volvió repentinamente. Habían bajado varios pisos, pero la suegra de
Gaspar tuvo la idea inaudita e insistente de usar uno de los ascensores. La desesperación llenó la capacidad. En cincuenta y dos segundos, llegaron al
cuarto piso. Durante el trayecto oyeron
una explosión que provocó un incendio. No abrían las puertas. Presionaron el
botón de emergencia, pero no respondió; pidieron ayudad con fuertes golpes, los
cuales, finalmente, fueron escuchados por Max y Lucio. Lograron abrirlas con un hierro largo,
haciendo palanca.
—¡En lo que se convirtió este pueblo pequeño! Instalan un mall a unos cuántos kilómetros de
distancia, y vienen de aquí y de otras partes a comprar —dijo Max mientras
observaba que algunos se llevaban cosas de las casas comerciales.
Muchos querían salvar sus vidas del
fuego y de otros posibles desastres, pero de improviso, la suegra de Gaspar tomó
un televisor de última tecnología.
—¡Suelta eso mamá! – le pidió su hija.
—¡Está en rebaja!
—¡Qué importa! ¡Suéltalo ya!
Hasta que la cordura venció y nadie más
sacó objetos. Pese a esto la voz de Don
Mario se escuchó por todas partes.
—¡Nadie saldrá sin pagar! —dijo, mientras las cortinas metálicas
cerraban en supermercados y tiendas.
—¡Qué locura!
—gritó Gaspar.
Al bajar una cortina, aprisionó la
pierna derecha de Débora, en el mismo momento que salían de una tienda. Gaspar, Lucio y Max pudieron sacarla con dificultad. La pierna se fracturó y entre dos le hicieron
una silla con los brazos y las manos.
El río que alimentaba el humedal, volvió
a surgir para tomar su sitio y se desbordó.
Escaparon por una de las aberturas
hechas en algunas cortinas. Alcanzaron senderos
que el agua del torrente no tocaba. Aún
había una gran cantidad de personas en el interior de la mole. Bel y Don Mario no pudieron salir. Una hora después, comenzaron a ascender por
uno de los cerros cercanos.
De pronto la tierra fue una sábana
sacudida. Las primeras ondas agrietaron
a los edificios, y aunque el más alto bailara al ritmo del movimiento telúrico,
igual no resistiría. El pueblo próximo,
era una gelatina movediza. Había aludes
de barro, piedras y árboles en algunos cerros; la familia, Max y Lucio tuvieron
que eludir pequeños desprendimientos.
El edificio más alto se inclinó y cayó
encima del mall, porque un par de esquinas de su base se hundió en el terreno
blando que pertenecía también al humedal.
Toda la extensa zona se vistió de
cataclismo. Duró alrededor de cuatro minutos. Si bien fue un sismo, sin igual, aún se
especula respecto a su magnitud exacta; hasta el señor Richter no descansaría
en destrabar dicho problema, y al señor Mercalli le sucedería lo mismo con la
intensidad, a pesar de la experiencia de quienes lo sufrieron.
La tormenta, junto a la lluvia, había
pasado antes del terremoto. Los escasos
sobrevivientes de las cimas quedaron atónitos al contemplar la consecuencia del
desastre. Al anochecer, Débora, la señora Adelaida, Gaspar, Max y Lucio consternados,
vieron recogerse el mar durante largos minutos y posteriormente regresar con olas
intermitentes; mayor fue el pavor al descubrir un oleaje de doce metros que
golpeó a las faldas de donde estaban.
En medio de las réplicas, hubo que
esperar la ayuda. La noche fue
obscura. ¿Qué hacer? Nada. Quedó el silencio entre ellos.